Son varios los artistas que se han imaginado a sí mismos como simples herramientas, depositarios eventuales de un genio que los trasciende y que los utiliza como cinceles y martillos: necesarios, sí, pero intercambiables. Instrumentos de un propósito que busca un resultado concreto y, en ocasiones, perdurable.
Miguel Ángel, Kafka o Mozart serían, entonces, simples nombres; personalidades circunstanciales utilizadas por las musas para dar forma a sus quimeras. El arte, el producto artístico, habitaría así en una esfera mucho más elevada que aquella en la que se mueven los simples mortales que, agraciados o condenados, se ven impelidos a servir como ejecutores de un impulso que los domina y del cual no son, en absoluto, responsables.
Ni por asomo intento con esto compararme con un artista, y mucho menos con un genio, pero, en ocasiones, a un nivel infinitamente más modesto, uno encuentra indicios de que esa idea, quizás, no esté del todo desencaminada.
Hoy, revisando algunos escritos antiguos, me he encontrado con uno, breve, de hace más de diez años. Ni que decir tiene que no lo recordaba. Leerlo no ha sido un reencuentro, sino un descubrimiento que me ha provocado la misma sensación que si hubiera sido escrito por cualquier otra persona. Incluso, al leerlo, me topé con alguna frase que me sorprendió; alguna que no solo no identificaba como mía, sino que me parecía extraordinariamente ajena.
Una de esas frases concluía con las siguientes palabras: “…o gentes que, como yo, se han despertado enamorados de un sueño que les quita el sueño”.
“Enamorados de un sueño que les quita el sueño”. Me ha cautivado el sonido de esas palabras, lo reconozco. De mis propias palabras. Por unos instantes, me obligaron a levantar la vista de lo escrito y a reflexionar sobre ellas. Palabras que, probablemente, en su momento surgieron casi de forma espontánea, y que hoy, sin embargo, me han llevado a preguntarme por su justo significado. Nueve palabras que, analizadas ahora, con la distancia que da el tiempo, me retrotraen a una situación que no sería capaz de describir con semejante precisión ni aunque dedicara dos folios enteros al empeño.
No he podido evitar pensar que alguien o algo debió dictarme esas palabras; que mis neuronas, por sí solas, jamás habrían sido capaces de ponerse de acuerdo para configurar una frase que, con precisión quirúrgica, describiera el torbellino de sensaciones y pensamientos que me rodeaban entonces.
Me pregunto si otros escritores —o pintores o músicos— experimentarán esa misma sensación de despersonalización. Si, pasados unos meses o años, al volver sobre sus obras, las contemplarán con la misma distancia y extrañeza con que yo releo mis antiguos escritos. ¿Reconocería el Miguel Ángel sixtino sus deseos juveniles en las marmóreas curvas del David? ¿Acertaría el sordo Beethoven a recordar los sones de su Heroica?
Probablemente no. Y no solo por una cuestión de memoria; ni siquiera porque la evolución natural nos lleva a ver y vivir las cosas de distinto modo, sino —muy posiblemente— porque no podemos identificar ese impulso director que, incluso entonces, ya nos era tan ajeno como lo es ahora.