Buenos, malos y otras dicotomías
Una reflexión veraniega sobre el cine, las consignas políticas y la tendencia (cada vez más extendida) a dividir el mundo en bandos irreconciliables.
Ayer, en la tórrida tarde madrileña, el cine se presentaba como una buena opción para pasar un rato agradable sin perecer en el asfalto. En la cartelera no había mucho que me llamara especialmente la atención, así que opté por ver La buena suerte, una película española que han estrenado recientemente, dirigida por Gracia Querejeta y que se basa en una novela de Rosa Montero.
La cinta, que se deja ver con agrado sin llegar a ser ninguna obra maestra, gira en torno a una serie de cuestiones que me resultaron sumamente interesantes y sobre algunas de las cuales no descarto hacer una pequeña disertación en próximos posts.
Con todo, lo que más quedó dando vueltas en mi cabeza tras encenderse las luces fue una frase pronunciada por Miguel Rellán —ese actor que convierte en pura humanidad cualquier personaje que interpreta—. Desgraciadamente, mi memoria de pez no me permite recordar palabra por palabra la frase exacta, pero venía a decir que, en su ya larguísima vida, había descubierto que las personas no se dividen en blancas o negras, hombres o mujeres, heterosexuales u homosexuales, de derechas o de izquierdas, o entre inmigrantes y nacionales. Que la única división que realmente importa es la que separa a los seres humanos en buenos y malos. Que, dentro de los buenos, hay algunos que son buenísimos y todos los demás, simplemente buenos; del mismo modo que, entre los malos, hay unos cuantos malísimos y el resto, malos a secas. Una división que existe siempre. Por eso, la única pregunta válida a la hora de conocer a alguien, o incluso de conocernos a nosotros mismos, es si se es bueno o malo.
Creo que tiene toda la razón. Sin duda, cada cual tiene la tendencia tribal de pensar que todos los miembros de su grupo de pertenencia —ya sea ideológico, de amistad, familiar o incluso deportivo— son los buenos, mientras que los que quedan fuera son los malos. Quizá, sin necesidad de llegar a semejante maniqueísmo, solemos pensar que, al menos, la mayoría lo son.
Esta es una tendencia que, por desgracia, se ha agudizado hasta el paroxismo en los últimos años, en gran parte por la influencia de las redes sociales, que han reducido el discurso y el contraste de opiniones a un simple tuit o al pie de una imagen de Instagram. Los partidos políticos, desde hace algún tiempo, se han lanzado de cabeza a aprovechar esta circunstancia, convirtiendo el lema que, excepcionalmente, se utilizaba cada cuatro años con motivo de los comicios, en el único argumento válido en todo momento y contexto. Vivimos en el mundo del lema, de la consigna fácilmente transmisible y fácilmente digerible.
Los medios de comunicación —e incluso las redes sociales—, hábilmente dirigidos y al servicio de determinados intereses partidistas, centran igualmente sus esfuerzos en repetir las consignas diarias a favor o en contra del partido o político de turno. No deja de ser sorprendente cómo, en un mismo día, uno puede escuchar exactamente la misma frase o las mismas palabras en boca de personas que viven totalmente alejadas unas de otras, sin otro punto en común que escuchar ciertas emisoras de radio o compartir un entorno ideológico similar.
Personas que repiten la consigna sin pararse siquiera a pensar en su verdadero significado y mucho menos en su verosimilitud. No digamos ya en indagar sobre los condicionantes que han podido llevar a afirmar tal cosa. Consignas que, además, precisamente por su falta de base y su profundo sectarismo, resultan irrefutables.
Hace pocos días tuve ocasión de comprobarlo en una de estas redes sociales, con el debate que se suscitó en torno al tema de la evolución económica del país. Allí no se ofrecían argumentos, sino consignas mil veces repetidas, sin ningún respaldo en datos estadísticos, pero que resultaban absolutamente irrefutables, dado que la convicción con la que se sostenían era tal que la propia realidad de los datos era menospreciada en favor de mantener una fe adquirida —porque no se trata de otra cosa—. El convencimiento ciego de que algo es de un determinado modo, sin necesidad de comprobarlo y, peor aún, rechazando la validez de cualquier prueba que demuestre lo contrario.
Siento decirlo, pero quien manipula deliberadamente de este modo —a sabiendas de que lo hace— pertenece, sin matices, al grupo de “los malos”. Ahora bien, no se puede ejercer esa manipulación sin una masa crítica de personas dispuestas a aceptar el mensaje sin cuestionarlo. A esa mayoría acrítica no le atribuyo malicia, pero sí creo que se le puede aplicar una de las dos categorías de otra división igualmente significativa. Una que también separa a las personas en dos grandes bloques. Prefiero dejaros a vosotros el reto de ponerle nombre a los extremos “X” e “Y” de esa clasificación.
Eso sí, me temo que, según el lugar que cada uno ocupe, siempre pensaremos que los malos son los otros. Y que los “llamémosles X”… también.
Por supuesto, no puedo sino romper una lanza en favor de abandonar ese sectarismo y evitar que la respuesta automática brote de nuestros labios como un reflejo condicionado ante un estímulo mil veces repetido. Tomémonos un instante para reflexionar antes de hablar, y seamos conscientes de que —por mucho que a algunos no les convenga políticamente— las cosas rara vez son blancas o negras. Recuperemos esa amplia gama de grises y matices, porque es ahí donde aún podemos encontrar espacio para el debate y, también, para el acuerdo, aunque sea parcial.
Mi madre, al respecto, solía decir que "quien no suma... resta". Y que los/as que restan, cuanto antes te alejes mejor
Cuánto menos, es una reflexión interesante, y yo llevo un tiempo discutiendo un tema parecido con mi esposa. Esas personas que tienes cerca, y que parece que solo yo puedo diferenciar si están dentro de ese grupo de buenos o malos. Puede que me equivoque, pero mi cuerpo me pide que me aleje de ellos. Y sin embargo, ella lo ve todo color de rosa, y no distingue, o no quiere distinguir, esas personas que a la larga no nos hacen bien tenerlas cerca.
Entiendo que es algo natural, y que nos pasará a tod@s en algún punto de la vida. Y lo que yo me pregunto siempre es por qué lo aguantamos. La conclusión no es sencilla, tiene muchas respuestas y son difíciles de solucionar.