Lanzarse a desarrollar una actividad de forma profesional —o, al menos, de manera pública— conlleva siempre asumir la existencia de una serie de imponderables que, en nuestra ingenuidad, jamás habríamos imaginado.
Escribir no es la excepción. Tanto si el escritor (o escritora) opta por la vía de la autopublicación como si prefiere la más tradicional de acudir a una editorial, hay cosas que, con toda seguridad, nunca pensó que pudieran existir.
No entraré aquí en el eterno debate entre autopublicación y edición tradicional (quizás para otro post), y me centraré en esta ocasión en lo que uno se encuentra al decidir autoeditar sus propias obras.
Apuesto lo que sea a que quien se lanza a escribir —y aún más a publicar— piensa en primer lugar en todo lo relacionado con el proceso creativo. Pero probablemente piensa poco (o nada) en los dos grandes muros que se alzan justo después de teclear la palabra “Fin” en el manuscrito: por un lado, todo lo relacionado con la edición (maquetación, ilustraciones, portada, etc.); y por otro, la difusión, el marketing y la promoción.
En este artículo me centraré en ese segundo obstáculo, que diría sin temor a equivocarme que es lo último en lo que piensa cualquier escritor cuando empieza a dar forma a su historia.
Al margen del apoyo —mayor o menor— que pueda ofrecer una editorial en ese ámbito, si hay algo claro en la autoedición es que todo corre por cuenta del autor. Así que, de un día para otro, el flamante escritor, con su libro recién horneado entre las manos, se ve obligado a volcarse en una tarea a la que probablemente no ha dedicado ni cinco minutos de reflexión, y para la que tiene una preparación técnica similar a la que yo tengo sobre pesca con mosca.
La opción inmediata: acudir a los incontables tutoriales, canales de YouTube, blogs, webs, pódcast, etc., que prometen enseñarte cómo convertir tu libro, aún humeante, en un best seller digno de Stephen King o Ken Follett. Por el camino, el aspirante a próximo premio Nobel se topará con una fauna diversa de expertos en promoción que, a cambio de una suma “razonable” y sin garantía alguna de retorno, te prometerán el oro y el moro.
Algunos de estos consejos son tan básicos que los refranes de Perogrullo parecen tratados de metafísica alemana. Que si el texto tiene que ser bueno, que si la portada debe atraer, que si la sinopsis ha de enganchar... Pero, por encima de todo, hay un elemento común a todo decálogo que se precie: tener muchas y buenas reseñas.
Y aquí es donde empieza el drama. Porque el buen escritor, sin más ejército que sus padres, sus dos hermanos, su pareja y quince amigos de Facebook (que le aseguran unas catorce ventas: alguno siempre se escaquea), tiene que buscarse la vida para conseguir esas reseñas fundamentales.
Nuevos tutoriales, nuevos blogs, nuevas webs que lo introducen en un microcosmos del que no tenía ni la más remota idea. Resulta que los que ahora parten el bacalao en esto de la crítica literaria ya no son los suplementos dominicales, ni los programas de radio especializados, ni mucho menos aquellos míticos espacios televisivos —que, ahora que lo pienso, ya ni existen—. No, ahora quien manda es una legión de bookstagramers, instagramers, booktokers y demás criaturas cuyo nombre cualquiera nacido antes de 1995 tiene que googlear para entender de qué (o de quiénes) demonios estamos hablando.
Así descubre uno que, al parecer, en los últimos años la lectura ha vuelto a ser cool entre los más jóvenes —y, sobre todo, las más jóvenes—. Que algunas de estas -ers tienen miles y miles de seguidores. Y que, al parecer, incluso las editoriales recurren a ellas para promocionar libros o, en el colmo del despropósito, exigen al autor que llegue ya con su propio club de fans bien montado.
Total, que el autor novato se encuentra con dos tareas inesperadas: conseguir seguidores y conseguir reseñas. Y así, sin brújula ni mapa, se adentra en este mundo desconocido armado solo con su irreductible voluntad de comerse el mundo.
Por supuesto, ese escritor que apenas prestaba atención a sus 15 contactos de Facebook o al chat de WhatsApp con los colegas, decide abrirse cuentas en todas las redes sociales disponibles, incluida esa cosa llamada Red X (antes Twitter), que ya odiaba desde antes de saber quién era Elon Musk. También en otras que le suenan de nombre: Instagram, TikTok —de las que solo sabe que su sobrina tuvo movida por unas fotos en bikini o que su amigo Perico subió un vídeo de la paella que se zamparon el domingo en El Saler.
Y puestos a investigar, descubre aún más redes: una tal Threads, que parece atraer a escritores y lectores; otra llamada Substack, de la que ya no sabe si es una red, una editorial o una secta, porque a estas alturas del periplo ya no distingue si está subiendo reels a Facebook o siguiendo a David Bisbal en Instagram.
Pero él, con la voluntad aún firme, decide participar activamente. Y se topa con un reflejo en miniatura de la sociedad entera: un entramado de relaciones donde los haters campan a sus anchas y responden con un insulto a un inocente “Buenos días”, y donde otras personas tienen la piel tan fina que un simple “pero” en una frase elogiosa basta para considerarte su enemigo mortal.
Por suerte, también encuentra buena gente. Gente con la que se puede hablar de libros o de cualquier cosa, sin más interés que pasar un rato agradable. Y gracias a eso, su número de followers empieza a crecer, aunque sin tener la menor idea de quiénes son, qué leen o si comparten alguna de sus filias o fobias. Intuye, eso sí, que probablemente sus intereses estén a años luz de los suyos, como él lo está de un fan cubano del béisbol.
Aun así, se siente satisfecho. Ha encontrado gente con la que, llegado el caso, no le importaría tomarse unas cervezas. Además, ha descubierto que puede bloquear a haters y a personas de piel de pétalo, porque a estas alturas uno ya no está para chorradas, y si alguien vive amargado o cree que el universo conspira contra él, hay psicólogos muy competentes en el mercado.
Pero queda la otra pata: las reseñas. De momento, en Amazon tiene dos. Una de su amiga Julia y otra que ha escrito él mismo con pseudónimo. Pero, según los gurús, eso no basta. Necesita más. Muchas más. Cincuenta o sesenta como mínimo (doscientas, si puede ser), todas positivas. Y, por supuesto, alguna de esas booktokers o instagramers de renombre, para que el libro tenga una mínima oportunidad de echar a rodar.
Poco importa que, al entrar en los perfiles de estas influencers, descubra que sus novelas de terror psicológico poco tienen que ver con las portadas pastel de quienes reseñan romance teen, o que sus cuentos realistas no casen ni por asomo con los de otro que parece especializado en dragones, hechizos y calabozos.
En ese momento, el escritor novel está más perdido que una pulga en un garaje. Lleva 27 días sin escribir una línea nueva, y ya no sabe si su historia debe trasladarla a la Edad Perdida de Mordor o a una playa caribeña bajo el suave aleteo de los tucanes. Solo sabe que necesita reseñas. Lo que aún no sospecha es que esa fase será la más peliaguda de todas. Una etapa donde volverán los haters, los egos sensibles, los dimes y diretes, y donde salir trasquilado es tan fácil como entrar en Twitter y decir “no me gusta Harry Potter”.
Y hasta aquí esta primera entrega de las Crónicas del escritor autoeditado. Si has llegado hasta el final, mereces una medalla... o al menos una cerveza. En la próxima parte, me meteré de lleno en el maravilloso (ejem) mundo de las reseñas, la crítica literaria, las valoraciones en Amazon y otras alegrías del oficio.
Si no quieres perdértelo y quieres que te llegue directo al correo sin tener que perseguirme por redes, puedes darle al botón de suscribirte. Prometo no enviarte spam ni vídeos de paellas.
Nos leemos pronto.
Excelente. Acá tenés un lector.
¡Vengo por mi cerveza!
Me he sentido completamente identificado. Yo también he visto montones de esos tutoriales. Tengo una novela terminada que he enviado a varias editoriales. Mientras espero respuesta, estoy moviéndome por las redes para darla a conocer.