Ni solo leer, ni solo escribir: también hay que haber vivido.
Una defensa del bagaje emocional como parte del oficio literario
Hoy he tenido día de hospitales. Y empiezo por ahí porque, si bien no me gusta justificarme, tal vez eso sirva para explicar por qué algunos mensajes que dejé hoy en redes sociales no fueron tan desarrollados como suelo procurar. Pero lo cierto es que esa circunstancia es solo una anécdota. Lo que me lleva a escribir estas líneas es algo más de fondo: la creciente impresión de que, en ciertos entornos digitales (y no solo digitales), cualquier opinión expresada desde la reflexión puede ser rápidamente malinterpretada, reducida o caricaturizada por quienes parecen más interesados en ofenderse que en comprender. Intentaré explicarme ahora con mayor claridad.
En una red social —bastante conocida— alguien lanzó una de esas preguntas que, cada tanto, resurgen como si fueran nuevas: ¿Es necesario ser un buen lector para ser un buen escritor? La cuestión, planteada de manera aparentemente inocente, suele abrir, para mi sorpresa, debates intensos. No tardaron en aparecer respuestas que defendían que lo esencial, por encima de la lectura, es la escritura misma: escribir mucho, practicar, insistir.
Hasta aquí, todo razonable. Pero, como ocurre a menudo, el debate pronto viró hacia la simplificación.
Yo intervine para compartir mi opinión: que, siendo muy importante, no basta con escribir mucho, ni siquiera con leer mucho. Que también hace falta vivir. Y con esto me refería —y lo subrayo— no a llevar una vida novelesca, ni a acumular aventuras exóticas, sino a haber tenido algún tipo de experiencia emocional significativa, ese tipo de vivencia que deja marca, que transforma. Experiencias que aportan al escritor una mirada más profunda sobre el mundo y sobre las personas.
Porque, por mucho talento que se tenga, por muchas palabras que uno domine o recursos estilísticos que maneje, si no hay algo que decir, algo auténtico que contar, el texto corre el riesgo de convertirse en una construcción vacía, superficial, sin alma.
Por supuesto, vivir no equivale a sufrir necesariamente. Tampoco sostengo, como a veces se dice con cierto dramatismo, que el arte deba brotar únicamente del dolor o la escasez. Solo digo que hay una cierta calidad humana que uno solo adquiere atravesando emociones reales, enfrentando dilemas, tomando decisiones difíciles, equivocándose, amando, perdiendo, resistiendo. Eso es lo que, en mi opinión, da profundidad a lo que se escribe.
Tampoco creo que esto tenga que ver directamente con la edad. Hay personas jóvenes que, por motivos diversos —y muchas veces tristes— ya han vivido más que otras que doblan su edad. Y al revés: hay quienes, con muchos años a cuestas, apenas han salido de su zona de confort.
Sin embargo, lo que me sorprendió —y a ratos me inquietó— fue ver cómo esa idea, que no me parece especialmente polémica, fue leída por algunos como si estuviera diciendo que solo se puede escribir sobre aquello que se ha experimentado en primera persona. Que, si no has montado un dragón, no puedes escribir sobre dragones. Que, si no has vivido en el siglo XIX, no puedes narrar una historia ambientada en esa época. Es un salto lógico tan forzado que, sinceramente, me dejó perplejo. No ya porque alguien me atribuyera semejante afirmación —que ni he dicho ni creo—, sino porque se diera por hecho que alguien con un mínimo de criterio pudiera defender algo tan absurdo.
Por supuesto que se puede —y se debe— escribir sobre mundos que no se han vivido. De eso trata también la literatura: de la imaginación, de la exploración de lo posible y lo imposible. Pero incluso en los escenarios más fantásticos, los personajes que nos conmueven, los que sentimos como reales, lo son porque están construidos desde una comprensión profunda de la condición humana. Y eso, en mi opinión, difícilmente se adquiere sin haber transitado por ciertas experiencias vitales.
Se puede escribir sobre dragones, alienígenas o asesinos victorianos. Faltaría más. La cuestión no es qué se escribe, sino cómo se hace y desde dónde. ¿Tiene eso que escribes alguna trascendencia real, alguna verdad emocional, algún conflicto de fondo que lo vuelva universal, reconocible? ¿O es solo una sucesión de escenas huecas, de personajes planos moviéndose por decorados bonitos?
Escribir bien —y aquí vuelvo a insistir— es algo extraordinariamente difícil. No basta con juntar frases bien construidas o tener un buen dominio técnico del idioma. Hace falta también una sensibilidad especial, una mirada, una forma de ver el mundo que no se aprende solo en los libros ni se activa únicamente con la práctica. Hace falta, además, cierto grado de autocrítica, de humildad para reconocer que uno no se convierte en escritor por el simple hecho de sentarse a escribir, como tampoco uno es músico por tocar tres acordes.
Yo no tengo más que comparar mis propios textos con los de autores que admiro profundamente —Paul Auster, Javier Marías, entre otros— para comprender que, al lado de ellos, lo mío es simple basura. No lo digo con falsa modestia: lo digo porque me parece sano, incluso necesario, no perder de vista la exigencia del oficio.
Y sí, por supuesto, para mejorar hay que escribir mucho. Como en cualquier disciplina, la práctica ayuda a pulir, a encontrar la propia voz, a corregir errores. Pero si uno no lee —y no lee con atención, con criterio—, es difícil calibrar con honestidad el valor de lo que uno hace. Sin referencias, sin contraste, uno corre el riesgo de confundirse de medida, de creer que cualquier cosa es buena solo porque la hemos escrito nosotros.
Lo que me cuesta entender es por qué algunas personas reaccionan con tanta hostilidad cuando se sugiere que la escritura requiere algo más que espontaneidad. Como si cualquier forma de exigencia o reflexión fuera una amenaza para su libertad creativa. Y no lo es. Al contrario: cuanto más conscientes seamos de lo que implica escribir bien, más libertad tendremos para hacerlo de manera sólida, significativa, duradera.
En definitiva, no se trata de poner barreras, ni de decir quién puede o no puede escribir. Todo el mundo puede hacerlo, claro está. Solo estoy compartiendo una idea sencilla: para escribir con hondura, es útil haber leído mucho, haber escrito mucho y, sí, también haber vivido. Porque la literatura, incluso la más fantástica, no trata de dragones, ni de elfos, ni de naves espaciales. Trata, siempre, de lo humano.
Muy bueno. Estoy de acuerdo con tus argumentos y tengo un par de observaciones.
El tema es, como muchas cosas en este universo, complejo. Alguien con una extraordinaria sensibilidad, joven o viejo, podría sacarle el más depurado jugo literario al simple acto de ponerse los zapatos en la mañana. Otras personas no podrían escribir un texto interesante aunque hubieran montado, sí, un dragón real.
Ahora mismo veo cuatro variables en la ecuación para escribir mejor que bien: leer muchos textos de alta calidad, tener oficio y constancia de escritor, tener una teoría de mente de grano muy fino (que da la experiencia de vivir), estar muy motivado.
O dicho con la terminología del aprendizaje de máquinas para un modelo de lenguaje: high-quality training data, reinforcement learning from human feedback, model architecture, optimized reward function.
Un profesor que tuve dijo una vez que uno solo puede escribir (bien) de lo que conoce. Siguiendo tu línea los dragones serían una excusa para hablar del resentimiento o la melancolía que hemos encarnado en primera persona y, agrego yo, o como testigos. Porque para escribir también es necesario saber observar bien, en definitiva la materia prima de toda imaginación es lo que vemos a diario. Cómo se cuela un rayo de luz en tu casa a las 3 de la tarde, los gestos particulares de algún amigo, el olor de un barrio...